Mamá ahora además de hija es madre

Al estudiar psicología, uno de los temas que primero me enseñaron es que los adolescentes y las mujeres embarazadas son el público más difícil de atender porque corresponden a dos momentos que requieren toda una resignificación de la vida misma, desde el posicionamiento subjetivo, hasta la inauguración de nuevos roles y vínculos. En mi caso no fue la excepción.

Debido a que no fue mi mamá quien me crió, sino mi tía materna (el ser más significativo en toda mi vida), el hecho de ser madre era algo que en un principio me aterraba!. La relación con mi mamá siempre fue muy ambivalente, oscilando entre el amor y el odio, el resentimiento y la comprensión, la culpa y la bronca, etc.

Pasé 7 años de mi vida en terapia con dos analistas diferentes y luego de ese proceso pude descubrir que la falta de vínculo temprano con mi mamá si bien es algo que me marcó emocionalmente, no era algo que iba a definir mi destino. En ese sentido pasé del terror a la simple idea de pensar que la maternidad no era para mí, que eran palabras mayores, algo para lo cual yo simplemente no había nacido. Sin embargo, al conocer al papá de Dr. Pipino y enamorarme perdidamente tuve deseo de ser madre, aún con todos los miedos del mundo y pensando que no estaba preparada (al día de hoy lo sigo pensando).

Cuestión que al llegar a la sala de espera mi pareja fue a hacer los papeles de admisión y me quedé sola con mi pequeño dentro mío, ya haciendo fuerza por salir. Luego de unas horas y ya habiendo dilatado me cambiaron de sala y fui hacia la sala de parto. En ese momento los recuerdos se vuelven medio nubosos, tenía miedo, sentía dolor y estaba ansiosa porque saliera. Me acompañaron la obstetra y la anestesista que resultaron ser las personas más contenedoras del mundo en ese momento.

Al sentarme en la camilla para ponerme la epidural, la anestesista me dijo que respirara hondo, y no se porque, así de la nada se me vino mi mamá a la cabeza y conecté!, conecté con ella y conecté con la vida. Traté de representarme dentro de su panza creciendo, la imaginé a ella misma en la sala de partos 32 años y 7 meses antes sintiendo lo que yo sentí en ese momento, con los mismos miedos, la misma alegría, los mismos dolores y me largué a llorar. Lloré con todas mis fuerzas y desde lo más profundo de mi ser porque en ese momento me di cuenta que la amaba, porque haberme traído al mundo fue el regalo más grande que me pudo dar y porque le iba a estar eternamente agradecida por eso. La obstetra y la médica se miraban y me decían que me tranquilizara, que iba a salir todo bien, no quise compartir el sentimiento con ellas; lo que estaba viviendo y sintiendo solamente pertenecía a mi linaje: a mi mamá, a mi y a mi hijo, tres generaciones unidas para siempre a partir de ese momento.

Fue una sensación tan liberadora, sentir y llorar, que en ese instante la única palabra que se me vino a la mente fue perdonar!, la perdoné por todo, por lo que hizo y por lo que no hizo, entendiendo que el hecho de que me criara mi tía fue un regalo también para mí porque fue justo la persona que pudo atender a mis necesidades tanto físicas como de afecto. Y le agradecí, por haberme traído al mundo, porque ese acto me estaba permitiendo en ese mismo momento tener la posibilidad de dar a luz a mi propio hijo y convertirme en madre.

Algunos meses después le conté del episodio a mi mamá y lloramos juntas, me pidió perdón por el pasado y nos fundimos en un abrazo infinito, en el cual aún siendo una mujer adulta con un hijo, me volví a sentir una niña pequeña, segura en los brazos de su mamá.

¿Y a vos qué te pasó en relación a tu propia historia en el momento del parto?

Ir a la plaza y pasarla bien

La plaza en sí misma, es ese lugar mágico que más de una vez previno que yo explotara en mil pedazos, ya que me permitió sacar a mi hijo al aire libre y darle una vuelta en su carrito hasta que se cansara o quedara dormido, mientras yo respiraba y oxigenaba mis ideas. 

Sin embargo, la cuestión de los juegos en el parque fue otra cosa aún mejor. Primero y principal cuando mi bebé ya se podía sentar, los juegos estaban cerrados por el coronavirus (cruzo los dedos para que cuando leas esto ni sepas de qué estoy hablando), así que las salidas a la plaza hasta los 9 meses fueron: pasear en cochechito, dar vueltas y a lo sumo bajar al pasto descalzo, porque por esa época odiaba las zapatillas. Los primeros amiguitos se los hizo así, en el pasto, intercambiando una pelota por un muñequito, un autito por un ladrillito, etc. 

Finalmente el día que abrieron los juegos, amén de que las madres y padres estábamos más desesperados que los pequeños porque pudieran subirse, recuerdo que fue hermoso y  me emocioné mucho de verlo allí. Al primer juego al que se subió fue a la hamaca y la amó, se podía quedar horas y horas sentado allí dado que tenía el doble efecto de entretenerlo e hipnotizarlo, quedando muchas veces al borde de dormirse. También lo subí al tobogán, al sube y baja, la calesita y al caballito. ¡Le gustaba todo!, alguno debo reconocer que le resultaba más placentero que otro, o le daban más o menos miedo, pero de todas maneras yo siempre estaba ahí para incentivarlo a que se animara, o para bajarlo si no se atrevía. Ya entrando en el tercer trimestre de vida, si bien no caminaba solo, podía agarrarse de mi e ir juntos de un juego a otro, lo cual le fascinaba. 

De las expediciones a la plaza aprendí a llevar SIEMPRE protector solar y embadurnarlo, muuuuuuuuucha agua, a vestirlo con ropa vieja y tener a mano una muda de ropa (porque siempre está la posibilidad de que se ensucie mucho jugando) y el cambiador con pañales porque de vez en cuando aparece una “caca interrumpe juegos” que hay que remover para continuar con la diversión.

Es así que los jueguitos se convirtieron en el primer lugar donde mi bebé pudo jugar en un espacio abierto pero con límites y sobre todo comenzar a socializar con pares y hacerse amiguitos de su edad. Esto no implicó para mí más descanso sino todo lo contrario, porque con un niño tan chiquito todavía me era necesario estarle encima para acompañarlo y evitar accidentes; pero sí al menos dejé de dar vuelta con la carriola por toda la plaza como una desquiciada sin rumbo y el logró más actividad física y social.

Entretenimiento para ambos, juegos, aventuras y amiguitos. La plaza, así como fue importante para mi en mi infancia, ahora es importante para mi hijo y me encanta poder transmitirle ese legado, de que no hace falta ser millonarios para poder divertirse y ser felices sino que con una buena hamaquita y amigos, alcanza y sobra. 

¿Y vos qué experiencia tenés con la plaza de juegos?

La última Tetita

Desde el momento de dar a luz a mi bebé, mi vida estuvo condicionada por las horas y días enteros en que daba tetita. Además de nutrir, dar la tetita es un acto de amor en sí mismo que me permitió crear un vínculo único e irrepetible con mi hijo. Es que, no hay otro ser humano que le haya dado la tetita (ni nunca lo habrá).

La tetita fue un medio para crear un vínculo en el que nos mirábamos y nos entendíamos sin palabras, en el que cuando estaba cansado o estresado, la tomaba y se sentía más relajado y se dormía. También sirvió para los momentos de dolor insoportable de pólipos, salida de dientes o golpes mortales, era el elixir de los dioses que calmaba todos esos malestares. Era cariño y afecto, abrigo y amor, amor puro.

Sin embargo, como toda historia de amor, nada dura para siempre. Con la introducción de alimentos sólidos en la vida de Dr. Pipino, la tetita pasó a un segundo plano en términos nutricionales y fue más que nada cariño. Muchas veces me daba cuenta que la utilizaba (como sustituto de agua) para bajar algún sólido o inclusive como reemplazo de un alimento en sí mismo. Esto comenzó a desagradarme y cuando mi bebé cumplió el año me costaba brindarle algunas tomas, ya no me sentía del todo cómoda.

Yo tenía la necesidad psicológica de seguir sosteniendo la tetita pero de algún modo a nivel fisiológico sabía que el ya no la necesitaba y en algún punto podía llegar incluso a ser contraproducente, dado que dejaba de comer algunas veces para tomarla. De este modo, me propuse un plan a mediano plazo para el destete que nos permitiera a los dos ir haciendo el duelo de a poco y despedirnos de ella. Fue así como se me ocurrió que un buen momento para dejarla era al año y medio.

Seguimos de manera normal, o sea, con una toma a la mañana, varias a la tarde y una a la noche hasta los 15 meses. La tetita de la noche fue la primera en desaparecer, dado que mi bebé prefería dormirse con el papá después de cenar y ya no pedía lechita. A los 16 meses las tetitas de la tarde comenzaron a darse en menor cantidad; en lugar de brindársela a demanda, le proveía lechita una sola vez durante la tarde y el resto de las veces cuando me la pedía lo llevaba a la heladera para que seleccionara algún alimento.
Esto me permitió darme cuenta que muchas veces mi tetita lo dejaba con hambre y que inclusive a nivel nutricional no llegaba a satisfacerlo. Varias tomas fueron sustituidas rápidamente por frutas, panes con queso, juegos de naranja, arroz con leche, yogur, etc. Con lo cual comenzó a ganar peso y a quedar más satisfecho. Empezó a dormir más horas de noche y en la siesta y en consecuencia también a tener mejor humor porque dormía más horas.

La última en emprender la retirada fue la de la mañana, 2 semanas antes de la “tetita final”, fui contándole a medida que hacía las tomas, lo que iba a pasar y como iban a ser las cosas. Opté por darsela cada vez menos tiempo, hasta que al final él mismo se alejaba de cada tetita un par de minutos después de agarrarla.

Las últimas tomas fueron psicológicamente destructivas para mí, sentí mucha culpa por sacarle eso que amaba tanto pero a la vez un gran alivio de ya no tener que estar atada a hacer algo que no me convencía. Y así un día llegó, fue una mañana de febrero, exactamente 1 año, 5 meses, 15 días, 14 hs. y 9 minutos después de haber nacido. Nos despertamos, se prendió a su tetita, nos miramos, nos acariciamos y le expliqué lo que iba a pasar. La dejó tan fácil como la había agarrado la primera vez y sin problema alguno. Yo tenía mucho miedo de lo que pasaría a la mañana siguiente, pero al despertarse y explicarle que ya no había más, me indicó que fuéramos a la heladera con su pequeña manito y seleccionó una fruta para comer.

Me sentí muy contenta de que la experiencia no hubiese sido traumática para él y de que pudiera dejarla de a poco y sintiéndose cómodo. Viéndolo en retrospectiva creo que el miedo era más mío por cortar ese vínculo tan hermoso que habíamos generado a partir de la tetita, pero habiendo superado esa etapa, me doy cuenta de que a la edad en que la dejamos, el vínculo ya nos pasa por otro lado sin necesidad de ella. Creo que es una experiencia hermosa y dolorosa a la vez, el ver y aceptar que mi hijo ya no es más un bebito y que está creciendo.

Contame cómo fue la experiencia de la última tetita para vos y tu bebé.

Reconociendo tus llantos

No por nada dicen que los primeros 9 meses de la vida de cualquier bebé son los más difíciles. Lo cierto es que poniéndome en el lugar de mi hijo, no ha de haber sido simple nacer y entrar en un mundo lleno de estímulos, códigos y sobre todo humanos por descifrar. Desde ahí el camino ya era sinuoso y si a eso se le agrega la falta de un lenguaje o de un sistema de signos para poder expresar qué es lo que siente, muuuuuucho peor. 

La verdad es que al nacer ningún bebé puede explicar qué le pasa, no solo por carecer de un medio de decodificación simbólica, sino porque además tienen la tarea previa de primero descubrir que está sintiendo para luego ver cómo manifestarlo. Es por ello que los primeros tres meses, por lo menos en mi caso, mi bebé lloraba casi todo el tiempo y no sabía si era caca, pis, sueño, hambre, necesidad de estar a upa y contenido, todo eso a la vez o nada. Por ejemplo si en alguno de esos meses le dolió la cabeza, le picaba el pañal o estaba sofocado por la ropa, jamás me enteré. Yo solo hacía lo mejor que podía acorde a lo que interpretaba de las reacciones y emociones primarias de mi hijo.

Sin embargo con el correr de los meses algo pasó, comencé a distinguir sus llantos!!!. Había llantos de fastidio y enojo como cuando quería la tetita, se ponía colorado y movía todo su cuerpecito mientras lloraba; otras veces el llanto era por cansancio y sueño, ese era más constante e inquieto en general; el peor de todos era el llanto por dolor, que era el más agudo de todos, punzante y transmitía su malestar a quien lo oyese. Se podría decir que no aparecieron de la noche a la mañana, sino que los fuimos descubriendo en diferentes situaciones y momentos, y con el correr de los días se fueron haciendo más y más claros. Afirmo con certeza que ningún llanto hasta después del año de vida respondía a caprichos o berrinches, sino que cada uno tenía su propósito funcional y de supervivencia para mi hijo. 

De este modo establecimos nuestra primera vía de comunicación formal a partir de la cual yo comencé a entender que le pasaba para satisfacer más eficazmente sus necesidades. Claro está que a veces lloraba y yo no sabía cómo calmarlo, pero eso se fue regularizando conforme empezó posteriormente a poder hablar (tuve que esperar 1 ½ años más para entenderlo :S ).

En conclusión hoy puedo asegurar que estar atenta siempre fue, y lo sigue siendo al día de hoy, la clave. Esto no solo redujo la cantidad de tiempo de llanto de Dr. Pipino sino que además nos permitió generar un vínculo de confianza donde él sabía de algún modo, que en el momento que me necesitara yo iba a estar ahí para él, haciendo mi mejor esfuerzo. 

¿Y vos distinguís diferentes llantos en tu hijo o hija?

Odio Mis Zapatillas

Desde que nació Dr. Pipino en miles de foros, redes sociales e inclusive con mi propia pediatra escuché la misma recomendación: “nada de calzado durante el primer año de vida”. La justificación según estuve averiguando se debe a que los bebés experimentan con los pies, a nivel táctil; también conocen su cuerpo, por ejemplo llevándose el piecito a la boca y sobre todo el tenerlos descalzos el primer año dicen que produce un mejor agarre a la superficie del suelo cuando comienzan a andar, se sienten libres y en última instancia se evita que tenga el pie plano.

Obviamente en mi época las cosas eran diferentes, aún habiendo nacido en verano recuerdo en alguna que otra foto tener mediecitas puestas ya en mis primeros meses, pero la ciencia avanza y quien soy yo para contradecirla, así que hice eso, lo mantuve todo el primer año en patas, como corresponde. El problema no fue cuando comenzó a andar en pleno invierno, en el cual hacía 5 grados, un frío de morirse y todo el mundo a mi alrededor me miraba como si fuera la peor madre de la galaxia. El problema fue cuando más o menos al año, después de 2 meses de haber comenzado a andar de manera estable, se me ocurrió sacarlo a la plaza.

De lo primero que me di cuenta es de que no tenía calzado más que algunos pares de medias y un par de zuecos de goma heredados, por lo que me tuve que poner en campaña para averiguar primeramente el número de talle de zapato y luego comprar un par de zapatillas. Del par de zuecos más o menos pude comparar y medir a ojo que tamaño de zapatillas necesitaría. A la hora de comprarlas me decidí por algunas más o menos buenas, en relación a que tuviera buen agarre del piecito para evitar que se caiga, pero tampoco taaaan buenas, porque como crece cada dos por tres no tenía ganas de gastarme un sueldo en algo que probablemente en 2 meses le fuera a quedar chico.

El calzado lo compré por internet porque no conseguía presencialmente en tiendas el modelo que me gustó y cuando llegaron, emocionada y cruzando los dedos se las puse y… eran de su talle (gracias a Dios). El tema se generó cuando solté a Dr. Pipino en el suelo, comenzó a llorar desconsoladamente para que le sacara las zapatillas. Ahí me dí cuenta de que odiaba las zapatillas y en realidad iba a odiar cualquier calzado que le pusiera. Le había enseñado a ser libre y a andar en libertad y ahora lo estaba condicionando y guardando sus piecitos en unas cosas pesadas, duras y que lo hacían transpirar todo. Con toda la paciencia del mundo respiré hondo y se las saqué, me di cuenta de que iba a ser un proceso y que iba a dar para largo, así que idee un plan.

La primer semana, se las puse en casa 2 veces, por un intervalo de media hora en el cual yo trataba de distraerlo con algún juego tipo pelota para que el se olvidara y él por otro lado se agachaba llorando y queriéndoselas arrancar. La segunda semana se las puse 4 veces por semana, media hora con la misma dinámica. A la tarcer semana osé bajarlo al hall del edificio con el mismo resultado nefasto. A la cuarta semana cambié de técnica, lo llevé a la plaza a upa, con las zapatillas puestas y cuando estábamos volviendo a casa lo deposité en el suelo y le di la mano, lloró como siempre, pero me di cuenta de que si algo llamaba su atención o si alguien le decía algo por la calle dejaba de llorar por lo que traté de distraerlo hablándole y mostrándole todo lo que había a su alrededor. Al llegar a casa, le hice upa, lo abracé, le sequé las lagrimitas y lo felicité por el gran trabajo que había hecho.

Al día siguiente lo llevé al parque en el cochecito y llevé su pelotita, lo dejé en el pasto y lloró un poquito hasta que vio a las palomas y comenzó a correrlas con sus zapatillas super feliz e incluso jugó un rato conmigo a la pelota. Desde ese día fuimos saliendo de a poco con las zapatillas, siempre tratando de imitar la rutina del parque; como a las dos semanas finalmente un día se olvidó/acostumbró a que fuera de casa se usan las zapatillas y ya no lloró más. Aún así al día de hoy, en casa es ley que los 2 amamos andar en patas 🙂

Y a vos ¿qué te pasó con el calzado?

Esta web utiliza cookies propias para su correcto funcionamiento. Al hacer clic en el botón Aceptar, aceptas el uso de estas tecnologías y el procesamiento de sus datos para estos propósitos.   
Privacidad